sábado, 21 de enero de 2012

Con llanques y jebes


Por: Mesias Guevara Amasifuen

Donde hoy, es el mercado 28 de Julio, había una parada, donde los comerciantes se daban cita, algunos llegaban de Chiclayo trayendo sus productos, que principalmente eran verduras y hortalizas, otros bajaban de los pueblos de la altura para vender sus productos. En la parada había puestos muy rústicos donde los comerciantes se acomodaban y vendían sus productos. Este se daba durante los sábados y domingos, los demás días quedaba vacío. Los que vivíamos cerca de la parada, lo convertíamos en una cancha de fútbol.

En esa época mis amigos y yo usábamos llanques (ojotas), los cuales eran hechos con las llantas en desuso, había unas, que tenían la planta gruesa otras eran delgadas. Era parte de nuestra vestimenta, nos permitía caminar a voluntad, nos servía para jugar fútbol. Aunque en épocas de lluvias, por los charcos formados, caminábamos con dificultad porque estos se volteaban, en lugar de que vayan sobre el suelo iban encima de nuestros pies.

Jamás dejábamos nuestros jebes (huaracas), siempre los llevábamos en nuestros cuellos, lo usábamos para cazar palomas, para ir detrás de la fruta, para jugar tiro al blanco. En nuestros bolsillos, transportábamos pequeñas piedras, que eran nuestras municiones que lanzábamos con el jebe.

Andábamos como un pequeño ejército vestidos con llanques y jebes, nos desplazábamos con inocencia infantil, y hermanados por la algarabía de nuestros corazones. Salíamos a los parajes en busca de aventura. En una oportunidad con mi amigo Norbil Montenegro, nos fuimos de cacería por la cruz, el sol era intenso, las palomas estaban sentadas en las copas de los arboles, por eso, con curiosidad y sigilo caminábamos, para no ser escuchados por aquellas avecillas,

En eso, en la espesura del árbol un cuerpo misterioso de color amarillo y negro, llamó nuestra atención, aparentaba ser un nido o un ave rara.De mutuo acuerdo simultáneamente le disparamos, ambos tiros que dieron en el blanco, que al sentir el impacto del golpe, levantó cabeza y una centelleante lengua viperina, era una serpiente que aproximadamente medía dos metros.

El terror nos invadió a ambos, ya que habíamos escuchado muchas historias de serpientes. Decían que algunas eran voladoras otras devoradoras, volvimos a recargar nuestros jebes y con rapidez disparamos, para no darle la oportunidad para que reaccione, ambos tiros golpearon su cabeza, haciendo que esta se desplome muerta. Cogimos una rama y la transportamos a la ciudad en señal de victoria, habíamos domado a la bestia.

La palomillada siempre estaba presente, la curiosidad por la aventura, el riesgo no contaba, lo que importaba era la conquista, era el triunfo. Nos íbamos a las fincas a coger mango verde, las mismas que comíamos con sal. Adrede, nos metíamos al estadio a jugar, sabíamos que esto al guardián le molestaba, por eso con el látigo agitado al viento nos sacaba corriendo, y para que no nos alcance, felinamente trepábamos las paredes y corríamos alrededor cuidando el equilibrio para no caer.

También nos íbamos al Colegio Agropecuario (hoy Villanueva Pinillos), donde jugábamos intensos partidos de fulbito, o sacábamos fruta de su huerta, por cierto hoy ya ida. En el colegio estaba el regente Alarcón, quien nos hacía formar llamándonos el “batallón cuchara”, el cual iba marchando hasta la cocina del internado donde el amo y señor era el flaco Jiménez, quien generosamente nos daba un jarro caliente de leche y avena acompañado de un pan. A los internos los llamaban “Los aguayuceros”. Me hice hincha del colegio agropecuario, hoy convertido en el ADA.

Las calles de Jaén eran testigos de nuestras acciones, a veces temerarias. Buscábamos las calles con mayor pendiente y desde su cima, metidos en el hoyo de una vieja llanta nos lanzábamos cuesta abajo, el peligro no importaba ni tampoco era advertido.

A lo lejos me veo con mi jebe, mis llanques y mi polo con la inscripción de “Perú Campeón”. La melancolía de los tiempos idos, me arrebata un suspiro y luego pienso que hermosa es mi tierra y qué grande es mi país.

domingo, 15 de enero de 2012

Como el árbol.


Por : Mesias Guevara Amasifuen

Subo al vuelo 2118, de American Airlines, rumbo a Orlando. Me han programado un curso de capacitación, el mismo que se desarrollará en el Resort Swam, ubicado en el corazón de Disney. Al llegar, noto que nos hemos congregado personas de diversas partes del mundo, vamos a conversar sobre alta tecnología relacionada con las telecomunicaciones.

Los ambientes son grandes y modernos. En la noche, los faroles brillan majestuosos dándole al ambiente un aire edénico para lo cual colabora la luna, con sus reflejos en los pequeños lagos artificiales.

Al final de la intensa jornada, el cuerpo llama al descanso. Me voy a mi habitación, que por cierto es grande y cómoda, propia de un hotel cinco estrellas. Me dispongo a descansar, pero antes de ello me acerco a la ventana y miro el esplendor de la noche, me recuesto en el apocento y me pongo a meditar.

En esa meditación el recuerdo me llama, imaginariamente me transporto a las montañas de Jaén, Colasay y Juan Díaz. Me atrapa el hechizo del verdor de las plantas, la pureza de las aguas cristalinas y el aroma de las flores. En la película de mi recuerdo, brota una escena en la que aparezco con mis primos, sentado bajo la luna, en medio de la noche oscura, en las humildes casas los candiles son los grandes protagonistas, en ellos débilmente juguetea el fuego. Jugamos al gran bonetón y para romper la soledad, acordamos cantar: “Paloma blanca, alas de plata, piquito de oro. No te arremontes por ese monte, porque yo lloro. Los cazadores tiran su tiro, tiro perdido. No te hirieron, no te mataron porque yo estaba junto a tu nido…..”, la noche se llena de júbilo.

Continuamos con el repertorio y entonamos: “Como la flor del café, vacila mi pensamiento, ay no puedo vivir contento desde que te conocí…”. La serenata continúa, y con pasión cantamos: “Pobres violetas que mal te han hecho, para que la pongas en un rincón. Siendo un florero tu corazón……”. Todas las melodías las habíamos escuchado y aprendido de nuestros padres y de nuestro abuelo.

Mientras tanto el fogón resalta en la cocina, en ese instante débilmente da fuego, en un tizón hay el rezago de un pequeño destello que se resiste a morir. Esta listo para encenderse en el alba y cocinar el alimento del día.

La cinta cinematográfica sigue corriendo, ahora viene el recuerdo de mi caminata, de Juan Díaz a la montaña. El camino es cuesta arriba, se hace lenta pero firme. El paisaje es hermoso, los varejones crecen rectos y altos, las aves vuelan en bandadas. Al llegar a la cima, como premio recibo una caricia de la fresca brisa, a lo lejos se divisa Chunchuquillo, prospero centro poblado. Al lado del camino, con generosidad nos espera una mata de Mora, cargada con mucha fruta. No puedo resistir a la tentación y cogo muchas moras entre rojas y moradas.

En la montaña, al caer la noche de mi sueño, voy a la cama que con generosidad los amigos de mi padre me han preparado, esta y la Choza son muy modestas. La cama es una tarima hecha de guayaquiles (bambú) y tiene como colchón las jergas de los caballos, estos se ponen en el lomo de los jamelgos, para que se les pueda instalar la montura. La choza es de quincha y el techo de calamina que al llover se conierte en una coladera. Con el cuerpo cansado me quedo profundamente dormido. Al día siguiente, el sol intenso de Florida entra por la ventana del Hotel, me despierto y me veo acostado en una cama muy cómoda.

Me acosté en una cama modesta y me desperté en una moderna. No estaba en la montaña de Juan Díaz, sino en Orlando. Me toco, me siento y luego digo: Soy el mismo. Soy como el árbol que no olvida sus raíces.